En Imaginar la nación. Viajes en busca del verdadero Perú (1881-1932), el historiador José Luis Rénique da cuenta del itinerario de una idea que ha sido central en los debates intelectuales y políticos peruanos por casi un siglo y medio, y en muchos sentidos lo continúa siendo. Es un libro importante y valioso que puede —y debe— ser leído desde muchos ángulos, y que sin duda tendrá consecuencias significativas en las conversaciones que vienen.

Su argumento principal no es difícil de resumir: la catástrofe nacional de 1879-1883 forjó una visión del país en la que Lima, la costa y los asientos e instituciones del poder republicano aparecían como falsedades sin sustento, estafas cívicas, y la verdad de lo peruano debía buscarse —un proyecto esencial e ineludible para la reconstrucción de la patria, o, en el lenguaje al uso, su “salvación”— en otra parte. Específicamente, en la sierra, concebida como el paisaje esencial y auténtico de la nacionalidad, y habitada por seres ignorados e ignotos a quienes la república solo había dado las espaldas, para usarlos como trágica carne de cañón en una guerra perdida desastrosamente por sus élites.

Lanzada originalmente desde el campo literario, esta idea reclamaba desde el inicio una concreción política, y ese el es proceso trazado por Rénique para el período que cubre. Su itinerario empieza con la potente, dolorosa imagen de un joven Manuel González Prada observando desde el cerro El Pino (al margen de las acciones pero profundamente transformado por ellas) la debacle militar de San Juan y Miraflores que selló la caída de Lima, y concluye sesenta años después con las disputas entre Mariátegui y Haya y la formación de partidos de masas animados, de manera fundamental, por ese mismo proyecto de salvación a través de un encuentro con el “Perú verdadero” que se intuye en la escena primigenia de la derrota.

En el proceso, la “ciudad letrada” que da origen a la idea y los organismos de acción política y construcción de poder que emergerán de ella son explorados no como los polos opuestos de un desencuentro, sino como los espacios de coalescencia y gravitación de un proyecto con muchas aristas pero clara unidad dialéctica. Estructurado cuidadosamente en tres secciones de tres capítulos cada una, Imaginar la nación se detiene en estaciones clave de esa travesía, presentando a sus lectores la escritura, las proyecciones políticas y las experiencias personales de Clorinda Matto de Turner, Enrique López Albújar, Ventura García Calderón, José de la Riva-Agüero, Abraham Valdelomar y Luis E. Valcárcel, además de los ya mencionados González Prada, Mariátegui y Haya.

No uno, sino muchos viajes

Para estos escritores y activistas (todos, en mayor o menor medida, ambas cosas en distintas etapas, y varios además funcionarios del Estado), el “viaje” al que Rénique alude en su subtítulo es más que una metáfora, y se mueve en muchas direcciones, no solo en una. El emblema, por supuesto, es la expedición de Riva-Agüero en 1912 —en el cenit de su potencial político, luego de las luchas universitarias del año anterior— desde Lima a la sierra sur, un viaje que dio lugar tanto a sus Paisajes peruanos como a la formación al cabo trunca de su Partido Nacional Democrático. Pero encontramos también a Clorinda Matto desplazándose de Tinta a Cusco y de Cusco a Lima; a López Albújar entre Piura, la capital y Huánuco; a Valdelomar de Pisco a Lima y de Lima a muchos otros lugares con sus caravanas político-literarias de 1918-19, y así sucesivamente.

Y a todos o casi todos los encontramos también de viaje por Europa, como había sido el reclamo inicial de González Prada y como correspondía a un proyecto que tuvo tanto de mirada interior como de impulso hacia la modernización. En estos desplazamientos, este viaje al “verdadero Perú” es asimismo, en cada instancia, una travesía hondamente personal, un aprendizaje del espíritu, y su fracaso, además de ser el fracaso de una idea de nación, tiene dimensiones trágicas.

Aquí es necesario incidir en una de las varias virtudes fundamentales de este libro. Se trata de un estudio de historia intelectual y política, y cumple bien ese cometido, pero su voluntad es eminentemente ensayística. La exploración que propone Rénique no es solo la de los contextos o las imbricaciones de una idea en el espacio público y en la política peruana, sino también la de las personas que la enarbolaron desde sus distintas posiciones y sus distintos modos de inserción en la dinámica social, en una perspectiva más privada e incluso psicológica. Imaginar la nación quiere, sobre todo, dialogar con ellos, y su punto de partida hacia esta tradición intelectual es —como acertadamente anota Alberto Portugal en su lúcido prólogo al libro— un gesto de generosidad.

Daré un ejemplo de lo anterior, escogido casi al azar de entre muchos posibles. Rénique inicia su capítulo sobre Ventura García Calderón —quizá, de los escritores peruanos de legítima importancia, el más desprestigiado por sus obvias anteojeras ideológicas, y uno de los menos leídos hoy— citando la explícita aunque retrospectiva preocupación de este autor por “tender un puente, aunque fuera frágil a la manera de nuestros puentes colgantes, entre dos razas sin orillas” (de Nosotros, publicado en 1936). De más está decir que el capítulo entiende bien y presenta con claridad las fallas de origen de este propósito literario y político: el puente existía ya, como otros estaban diciendo en esa misma época, y no era frágil; las dos orillas se tocaban en el sistema de explotación y dominación fundado en la colonia e intacto desde entonces.

Pero Imaginar la nación no se enzarza aquí en una polémica, debatiendo el punto con aquel aristócrata peruano afincado en París, pues qué necesidad habría de repetir una vez más esa contienda. Lo lee aceptando prima facie su deseo, trazando las falencias de su ejecución en los cuentos y novelas que escribió a tal efecto, y dejando al lector con la bien delineada y justa impresión de un “apasionado testimonio sobre el ‘verdadero Perú’” al que atraviesan sin embargo los “signos inequívocos de una fatal deformación” que es también la del proyecto político con el cual se comunica (el del PND y el arielismo rivagüerista). 

Este tono dialogante se repite en el tratamiento que Imaginar la nación da a todos los autores de su breve canon, y me parece saludable: saca su narrativa de un paradigma intelectual en el que con tanta frecuencia sentimos la obligación de tomar partido y debatir con el pasado desde posiciones asumidas como irreconciliables, y nos permite ver en cambio el terreno común en el que esta idea y este viaje, los del legado de González Prada, encontraron expresiones de signos tan opuestos. Esta es otra virtud clave de un libro que, como escribí antes, tiene muchas.

La "larga marcha" y la política como mitología

El itinerario propuesto por Rénique alcanza su punto culminante en la última sección, “La larga marcha”, donde las energías principalmente intelectuales y letradas que el libro perfila en sus páginas previas derivan al que siempre fue su destino final: la construcción efectiva de un proyecto de poder transformador en la sociedad peruana, capaz de operar la “salvación nacional” anunciada desde el inicio. El peso del material se concentra aquí en el lado político de la cuestión, y el engranaje idóneo para ese tránsito lo brinda la figura de Luis E. Valcárcel, el escritor, académico y funcionario cuzqueño cuyos trabajos tempranos —su tesis de 1914, La cuestión agraria en el Cuzco, pero sobre todo De la vida inkaica (1925) y Tempestad en los Andes (1927)— proveyeron de una densa materia al indigenismo radical de esos años.

Valcárcel es una presencia importante por muchas razones, pero en este libro lo es principalmente por dos, más allá de su peso específico en la historia de las ideas en el Perú. En primer lugar, este capítulo le permite a Rénique operar una estratégica (y oportuna) apertura del foco de mira: es en el seguimiento del “viaje” de Valcárcel que el lector de Imaginar la nación encuentra dos aspectos de la realidad peruana hasta aquí apenas entrevistos pero fundamentales para entender su itinerario. Por un lado, la protesta campesina e indígena que se desarrolla en esos años con tremenda intensidad al margen de las evoluciones de la “ciudad letrada”, especialmente en Puno y la sierra sur (donde un proceso de latifundización y desposesión de las comunidades avanzaba a gran velocidad). Por el otro, la cooptación desde el Estado de este mismo ideario y este mismo discurso salvacional con el proyecto de la “patria nueva” leguiísta, que puso el puntillazo de clausura a la República Aristocrática y al civilismo mientras reconstituía las redes de poder y las estructuras de dominación que forman la base de la tragedia peruana. Rénique ha recorrido antes este mismo territorio, en libros como Los sueños de la sierra: Cusco en el S. XX (Cepes, 1991) y La batalla por Puno: conflicto agrario y nación en los Andes peruanos (IEP, 2004), y aquí no abunda en el análisis. Pero sí deja muy en claro la centralidad de estos procesos.

Además de ello, la figura de Luis E. Valcárcel sirve como precedente para el capítulo dedicado a José Carlos Mariátegui, pues uno de los puntos que Rénique remarca en su exploración del autor de los 7 Ensayos, personaje fundacional del radicalismo peruano, es la influencia que el cusqueño (en realidad, moqueguano) ejerció sobre su proyecto. En alguna medida, la travesía intelectual de Mariátegui es opuesta a la de Valcárcel: si este último derivó de una aproximación sociológica y antropológica del tema agrario a una visión más literaria, simbólica y hasta mitológica del problema peruano, el Mariátegui que estas páginas nos presentan quiso hacer el movimiento inverso luego de adoptar —en Europa— una perspectiva marxista. Sin embargo, como bien anota Rénique, Mariátegui careció de una experiencia concreta o directa de la sierra, y operaba además desde una forma del marxismo para la cual la construcción de narrativas míticas era fundamental en la práctica revolucionaria; en esas condiciones, la incorporación del discurso de Valcárcel al proyecto “amautista” fue enteramente predecible y natural.

En todo caso, la imagen de Mariátegui con la que nos deja Imaginar la nación, aunque no nueva, es muy significativa. Es la imagen de un pensador y organizador político aislado de su contexto real, asediado por sus enemigos, debilitado por la enfermedad y sobrepasado finalmente por las circunstancias, en particular por una de ellas (aunque no la única): la emergencia, desde ese mismo magma intelectual y social, de un proyecto de poder alternativo y contrapuesto al suyo, el Partido Aprista Peruano.

La polémica entre Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre ha sido estudiada con amplitud, y Rénique la repasa aquí con justeza. Sin embargo, el punto —al menos en mi lectura— parece ser otro. Revivir y explorar en detalle aquella disputa tan esencial en la historia política de nuestro largo siglo XX nos permite observar a Haya enfrascado en un proyecto propio de construcción mitológica (y el término es más que adecuado en este caso), cuyos anclajes continúan siendo los de aquella idea de la “salvación nacional” y el encuentro con el “Perú verdadero”, pero se han instrumentalizado ahora en un programa casi exclusivamente insurreccional, putschista, orientado hacia la captura del Estado y construido alrededor de la figura totalizante del líder, o “jefe”.

En última instancia, esta mitología fundacional completa su consolidación en una nueva derrota, muy distinta en su naturaleza a la de 1881 pero altamente simbólica como cierre del ciclo que Rénique estudia. El mito hayista —hecho de fantasías, oportunismo y conspiraciones, pero también de una clara visión estratégica de la política de masas— se termina de afirmar, con consecuencias que serán decisivas en las subsiguientes décadas, en el sangriento fracaso de la insurrección de 1932. En el marco del relato que nos propone este libro, no es en absoluto casual que el punto de origen y el punto de clausura —que no es una clausura en realidad, sino el inicio de una nueva etapa en el mismo proceso— sean ambos momentos de extremada violencia. Y no son casuales tampoco las resonancias que ello tiene con nuestra historia más reciente.

"Hacer estallar ese paradigma"

Debo decir que este resumen no acaba de hacerle justicia a otra de aquellas virtudes esenciales de Imaginar la nación que he venido señalando. Conectada a su voluntad ensayística, la generosidad con la que Rénique lidia con sus personajes se extiende también a sus lectores. Este es el libro de un académico, pero no es un libro académico. Como observa Portugal en el prólogo, es un libro que no teoriza, aunque sí tiene un claro punto de vista y un muy sutil control de su narrativa. Más que imponer una tesis o demostrar un argumento, Imaginar la nación abre puertas al pensamiento y suscita, fructíferamente, nuevas reflexiones, poblándose de sugerencias para continuar pensando el tema y completar el cuadro.

Pero además de todo ello, este libro de José Luis Rénique hace también un trabajo distinto, o al menos lo implica, y no quiero concluir esta nota sin mencionarlo. Las páginas del libro no lo enfatizan, pero su autor sí lo hizo en la presentación realizada en el Instituto de Estudios Peruanos en octubre del año pasado (y que puede verse completa en este enlace): se trata también, aunque oblicuamente, de un testimonio generacional.

En aquella reunión en el IEP, Rénique describió su generación —la que entró a la vida intelectual, política y académica en los años 70— como marcada por la sociología, en particular en su visión de los cruciales años 20 pero también en su acercamiento a los problemas contemporáneos del Perú rural y a la construcción de alternativas políticas (“salimos a buscar el Perú con Clases, estado y nación bajo el brazo, y en los 80s nos dieron de alma”, dijo). Más aun, Rénique propuso ahí que ha llegado el momento de “hacer estallar ese paradigma”, y sugirió que tal es una de las motivaciones profundas de su escritura.

La crítica es doble. Por un lado, a esa tradición de pensamiento informado por las ciencias sociales que, desde los años 40 pero con particular ímpetu en los 60, vino a reemplazar al impulso literario como vehículo para el viaje hacia el “verdadero Perú”; por el otro, a las formas de organización y acción política que derivaron de esa mirada. Esta es una crítica que Rénique ya hizo en Incendiar la pradera. Un ensayo sobre la revolución en el Perú (La Siniestra Ensayos, 2015), otro libro suyo que debe entenderse como parte de este mismo proyecto, acotado ahí específicamente a la línea radical del pensamiento peruano. Y su base no es una disposición polémica sino, como he dicho, una generosa intención de releer a los predecesores y comprenderlos, descubriendo las tramas que los comunican al tiempo que se desnudan sus fracasos y carencias.

De este modo, Imaginar la nación no es solo una visita al pasado de la tradición intelectual peruana y sus engarces políticos, sino también un sutil reclamo para nosotros, aquí en el presente: el reclamo (“estallar ese paradigma”) de pensar ya desde fuera de un hábito mental nacido en la contemplación de la derrota —o las derrotas: tanto la de 1881 como las nuevas, nuestras— y embarcarnos en un viaje distinto, que no ignore ni deshaga lo andado y lo escrito, pero tampoco construya la utopía de una nacionalidad auténtica y esencial como un muro a los costados del camino. Esa es la tarea, y este libro de José Luis Rénique es un muy valioso punto de partida. 

Rénique, José Luis. Imaginar la nación. Viajes en busca del verdadero Perú (1881-1932). Lima: IEP / Fondo Editorial del Congreso de la República / Ministerio de Cultura, 2015. 

(Foto: archivo Courret)


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