[Esta es una versión ligeramente editada del texto que leí en la presentación de El más crudo invierno. Notas a un poema de Blanca Varela, el 13 de octubre en la Casa de la Literatura. El libro ha sido publicado por el Fondo de Cultura Económica.]
En estos días, mientras me preparaba para esta presentación, me resultó muy tentador decir que este libro ha sido escrito para contener este enunciado:
“La no mía cabeza es la división de la división entre mi cabeza y la otra cabeza; división que no elimina ni resuelve ambas cabezas en una nueva, sino que las precede y las sigue simultáneamente.”
Por supuesto, si fuera a decir que el libro existe para contener este enunciado, estaría ejerciendo una “lectura desesperada”, para echar mano de la descripción que Mario Montalbetti hace de su propio asedio a Blanca Varela.
Eso me parece apropiado. No sé si a todos les ocurre lo mismo, pero yo con frecuencia me encuentro más desconcertado que de costumbre al enfrentarme a un texto de Mario Montalbetti. Tengo la intuición de que no hablo estrictamente a título personal cuando digo esto. Es verdad que el desconcierto es parte normal y natural de nuestra vida como lectores, pero al menos a mí se me hace mucho más agudo cuando leo a Montalbetti. Nunca estoy muy seguro de haber entendido cabalmente lo que está diciendo. Nunca estoy muy seguro de haber captado el sentido de sus palabras. Y eso no sucede por casualidad.
Por supuesto, no estoy diciendo nada original aquí. Cuando lean el libro quienes no lo han hecho aún, se darán cuenta de que no estoy haciendo otra cosa que aferrarme a uno de los temas que lo recorre y gobierna su indagación. A saber, que el sentido no es algo que captamos sino algo que buscamos, algo que hacemos, o, para citarlo con más exactitud, una dirección en la que nos estamos moviendo.
Pero permítanme esa indulgencia, la de repetir el gesto de lectura, o uno de ellos, que se pone en escena en este libro. Creo que repetir ese gesto es útil porque me ofrece la posibilidad de hacer una afirmación sobre la escritura de Mario Montalbetti que podría ayudarnos a entender de qué se trata ese desconcierto del que estábamos hablando.
Mi afirmación es esta: la escritura de Mario Montalbetti es una escritura que hace cosas.
Y no digo esto en el sentido quizá banal en el que puede decirse lo mismo sobre cualquier acto de escritura. Lo digo más específicamente, para indicar que la escritura de Mario Montalbetti, más que ninguna otra a la que estemos acostumbrados, reclama ser leída de esa forma, como una escritura que hace cosas.
Pienso que quizá puedo aclarar mi afirmación si me enfoco en una de las cosas que esta escritura hace y que está en evidencia en el texto que comentamos, aunque puede experimentarse también en muchos otros de su autor. Entonces: una de las cosas que esta escritura hace es abrir un espacio para la inscripción irónica del sentido. De hecho, “ironía” es el mejor término que tengo para describir el efecto de la escritura de Mario Montalbetti, o al menos su efecto en mi lectura, y el punto de origen de mi desconcierto.
Para seguir aclarando lo que quiero decir, tal vez nos sea útil volver por unos instantes al enunciado con el que empecé mis observaciones ("La no mía cabeza es la división de la división..."). Lo más obvio que puede decirse de ese enunciado es que, puesto así, completamente fuera de su contexto —una injusticia que nunca debería hacérsele a las palabras—, es incomprensible. Y a la inversa: que en contexto, es todo lo contrario. Es perfectamente comprensible. Hace mucho sentido. En otras palabras, este texto de Montalbetti se ha ganado el derecho de producir tal enunciado. Y esa no es tarea fácil.
Pero para continuar con mi “lectura desesperada”, quiero decir algo más que simplemente eso. Quiero decir, por ejemplo, que ese enunciado sobre “la no mía cabeza” está casi en la exacta mitad del texto, en la página 44 de 90 (estoy excluyendo la sección final del libro, Sicut Palea, pues esa sección existe “fuera del texto”, una vez que su autor ya lo ha abandonado o ha prescindido de él, según nos dice). Ese enunciado, entonces, está en la mitad del texto, en su centro más literal. Para citar otro de los rasgos que Montalbetti le atribuye a su lectura del poema de Varela, o una de las preguntas que le hace, diré que la presencia de ese enunciado en el centro del texto no es un accidente. Diré que es intencional.
Por supuesto, no tengo la menor idea de si esa intención es la intención del autor, y me doy cuenta de que al postularla estoy haciendo mi lectura aún más desesperada de lo que ya era, pero ahí vamos. Y es que en un texto tan acuciosamente autorreferencial que no solo está repleto de notas a pie de página que refieren a otras notas a pie de página, sino que hace que la nota 7 de su sección final sea una referencia a la nota 7 de su sección inicial, resulta muy difícil creer en los accidentes. En todo caso, no creer en ellos es mucho más divertido.
Me voy a detener brevemente en este asunto de la autorreferencialidad porque me parece muy significativo y porque opera en distintas direcciones y a distintos niveles. Daré dos ejemplos de las varias modalidades de autorreferencialidad que contribuyen al sentido de este texto.
En la página 60, Montalbetti escribe:
“Una contingencia de Blanca Varela: escribió en una ciudad violenta, de cielo blanco, entregada a la comida, rodeada de bulla, construida sin proporción y con un desahogo pelágico que parece el cráter de alguna desventura cósmica.”
Y a ningún lector se le escapa, porque cómo podría escapársenos, que esa es también la contingencia de Mario Montalbetti, y la nuestra, y la del texto que estamos leyendo. Una desventura cósmica en esta ciudad entregada a la comida, sin proporción, llena de bulla. En la misma página, escribe también Montalbetti:
“La diferencia entre la palabra de los poetas y la palabra de los académicos es exactamente la cuestión de la creación/salvación. El poeta salva al poema. Cuando el académico piensa, piensa para nadie, piensa para la idea, para la idea incontingente. Cuando el poeta habla, habla para alguien. Con el poeta hay la posibilidad de una palabra atada, de una palabra vinculada.”
Esto tiene muchas resonancias con las ideas que el libro desarrolla, pero lo que me interesa resaltar ahora es que Montalbetti no habla aquí del lenguaje de la poesía o del lenguaje académico, sino de la palabra de los poetas y la de los académicos. Es decir, habla en términos personalizados, proponiendo dos sujetos específicos. Y a ningún lector se le escapará que ambos sujetos, el poeta y el académico, son sujetos que el propio autor ocupa. Y los ocupa simultáneamente. Así, la distinción que Montalbetti hace entre esos dos usos de la palabra se relativiza necesariamente en su persona. Es decir, en su escritura. Es decir, en este texto que estamos leyendo, donde esa misma distinción se propone como cierta.
Quizá esto último nos sirva para continuar aclarando lo que antes describí como una inscripción irónica del sentido e identifiqué como una de las cosas que la escritura de Mario Montalbetti hace. Voy a definir ahora esa inscripción irónica de la siguiente manera: se trata de un presión ejercida sobre el discurso simultáneamente desde dentro y desde fuera de él. Y voy a decir algo más. No sé si hay otra forma de escribir que esta, o siquiera si es posible usar el lenguaje sin hacer eso; lo que sí sé es que es posible escribir y usar el lenguaje como si no lo supiéramos, y sé también que la escritura de Mario Montalbetti hace exactamente lo contrario: reconoce esa cesura y no la olvida jamás.
Otra manera de decir lo mismo es esta: en el mejor de los sentidos posibles, Montalbetti está siempre jugando con el texto y jugando con nosotros un juego que no es accesorio, ni decorativo, ni caprichoso, sino fundamental.
Para aclarar lo que intento decir quizá nos convenga volver nuevamente al enunciado sobre la “no mía cabeza” que cité al principio. Ya he dicho que ese enunciado incomprensible es perfectamente comprensible en el texto que lo genera, y he dicho también que ocupa el centro de ese texto. Ahora quiero decir que viene seguido de una afirmación que condensa y pone en movimiento uno de los argumentos clave del libro. Se trata de una cita de Agamben, y Montalbetti la pone ahí sin mayor transición, salvo por el hecho de que el enunciado cierra un acápite y la cita abre el siguiente. Más aún, la cita de Agamben aparece de manera repentina e inexplicada, flotando en el texto como un non-sequitur.
Agamben dice esto: “La poesía es la suspensión de la lengua”.
Repito que esta llamativa afirmación viene enseguida después de aquel enunciado incomprensible que el texto vuelve perfectamente comprensible, y que está en su centro literal. Y aquí vuelvo a hacer una lectura desesperada y añado que esta cita de Agamben nos invita a leer el enunciado que la precede precisamente como una suspensión, si no de la lengua, de ciertos usos de la lengua, de ciertas formas de hacer sentido. Es decir, nos invita a leerlo también como poesía.
Así, escojo entender este pasaje en el que me he detenido como una demanda de lectura: lo que este pasaje hace, el juego que en el que nos involucra como parte incluso del nivel más básico de la arquitectura del texto, es inscribir uno de sus nudos conceptuales más profundos —“la poesía es la suspensión de la lengua”— al mismo tiempo que se muestra como una escritura que hace cosas, llamándonos no solo a leer lo que dice, sino a leerlo además como aquello que dice —una suspensión de la lengua.
Para terminar, diré tres cosas más.
La primera cosa que diré es que el sentido en el cual en este texto “la poesía es una suspensión de la lengua” es algo más específico que eso. Montalbetti cita varias veces estas palabras de Olvido García: “La poesía es uno de los pocos lugares en los que la lengua no miente”, y las explica o las glosa de la siguiente manera. Cito de la página 74:
“La lengua no miente en el poema porque en el poema la función referencial de la lengua se suspende. No hablamos de cosas sino entre palabras. (…) El poema no es un uso que se le da a la lengua. Se trata de la lengua misma, autónoma de lo que los usuarios quieran hacer con ella. Esto permite lo siguiente: la lengua no miente en el poema, pero tal vez tampoco dice la verdad. (…) El poema no es un uso de la lengua sino que es la lengua sin valor de uso.”
Esto me permite volver a lo que decía antes sobre la escritura de Mario Montalbetti como una inscripción irónica del sentido, y esa es la segunda cosa que diré para terminar. Inscribir el sentido irónicamente no es lo mismo que ironizar. Ironizar es en efecto un uso de la lengua, como mentir o decir la verdad o contar una historia. A lo que he querido referirme con mi frase, quizá torpe, es a un movimiento, a una tendencia hacia ese lugar de la enunciación en el que la lengua aparece sin valor de uso, donde no es posible mentir ni decir la verdad y sin embargo seguimos hablando. O donde quizás precisamente por eso seguimos hablando. Y ese es un lugar, dicho sea de paso, que simultáneamente precede y sigue a la enunciación misma, a la escritura; no un territorio que está ahí esperando nuestra llegada, sino uno que hacemos a la vez que él hace nuestras palabras.
El poema, pues.
Lo que quiero decir es que la escritura de Mario Montalbetti se mueve siempre, tiende siempre, hacia el poema.
Y finalmente, ahora sí para terminar, la tercera cosa que quiero decir en realidad son dos, pero están muy imbricadas. Al postular “el poema” como “sentido puro sin fin ni finalidad” (p. 76), me parece que este texto está tendiendo un puente entre dos espacios de sentido que no son necesariamente compatibles. Es decir, se está moviendo en dos direcciones que pueden percibirse como opuestas. Por un lado, la sustitución de “el poema” por “la poesía” —sustitución que Montalbetti hace explícitamente en varias ocasiones, llamándonos además la atención sobre ella— opera una transición hacia lo concreto, lo material, lo especifico de la escritura y el discurso. Por el otro lado, la idea del “sentido puro” abre la posibilidad de una metafísica, y conecta con el concepto de salvación que tan central resulta en este texto.
(Y cuando digo una metafísica, no estoy exagerando: “Dios y el poema son objetos imposibles, contradictorios, necesarios”, p. 78)
La idea de salvación que Montalbetti explora en este texto es precisamente la de ese puente que he mencionado, y se mueve también ella en una dirección específica: el poema no miente precisamente porque no puede ocultar su carácter contingente, no necesario, y vuelve siempre a él; el poema se salva porque mueve consigo una huella de aquello necesario, imposible y contradictorio, y la hace aparecer en el mundo.
Mi punto al señalar esto no es que tales afirmaciones sean ciertas o falsas. Solo intento anotar que es posible que la tensión entre ambas direcciones del sentido —la contingencia y la necesidad— no esté completamente resuelta. De hecho, es posible que no haya manera de resolverla, ni siquiera a través de su inscripción irónica.
Y esto me genera otro problema, con el cual termino. Y es que esta tendencia hacia un sentido metafísico sugiere también una suerte de jerarquía, o en todo caso un corte en virtud del cual el terreno de “el poema” queda demarcado en relación al terreno del “no poema”. Así, solo serían “verdaderos” poemas aquellos que, como el texto de Varela o algunos versos de Rilke por ejemplo, ejecutan el forzaje de “drenar la construcción de significados, obstruirla para que ellos se construyan en otra dirección” (p. 85). Creo que, leída de ciertas maneras, esta topografía se proyecta como una normativa y corre el riesgo de esencializar ciertas formas, liberándolas de su contingencia y postulándolas como necesarias, un gambito que quizá no esté enteramente justificado.
Pero, claro, el propio Montalbetti sugiere una salida a este impasse. Dice en las líneas finales de este libro:
“El asombroso logro de Blanca Varela ha sido el de haber creado (y salvado) un poema que es como un poema, un poema que se hace pasar por lo que es, un poema que es y no es, simultáneamente” (p. 96).
Más allá de la brillantez y la astucia de esta observación, refrendada ampliamente por los argumentos y las lecturas presentadas a lo largo del texto, me parece que aquí la proyección normativa que creí encontrar antes queda disuelta, y el asombro estético ante el logro de Varela, que comparto, libera la lectura ejercida por Montalbetti de cualquier obligación de ser una norma.
Y es aquí donde quiero terminar, agradeciendo a este libro y a su autor el haber hecho una cosa realmente muy rara en la crítica literaria, que es —con todo su despliegue de alta teoría, su erudición y su destreza analítica; con todas esas cosas, no a pesar de ellas— abrir el texto de Varela no únicamente a la comprensión sino también, y sobre todo, a nuevas formas de goce.
[Foto de portada: Agencia Andina]