Uno de los temores más difundidos cuando Donald Trump asumió la presidencia de los Estados Unidos, hace poco más de un año, fue el de que significara la instauración sobre el cuerpo político de su país de una forma nueva, desconocida y dura de autoritarismo. Ese temor continúa vivo, y por buenas razones, pero hay también entre los comentaristas del ámbito anglosajón una creciente consciencia de las múltiples formas en las que tal proyecto —si es que es tal cosa, y no simplemente de una acumulación improvisada de impulsos y razones convencionalmente reaccionarias— ha fracasado desde que Trump entró a la Casa Blanca. 

Como presidente, es verdad que Trump ha intentado desplegar varias de las estrategias que en su reciente libro How Democracies Die Steve Levitsky y Daniel Ziblatt identifican como definitorias de regímenes democráticos que transitan hacia formas de dictadura: ha querido minar y subvertir las reglas establecidas de la política; ha pretendido aislar y deslegitimar a los que percibe como sus adversarios, incluso criminalizándolos; ha tratado de controlar las comunicaciones en el espacio público y socavar la actividad independiente de la prensa; ha insistido en obstaculizar y manipular la actividad de los otros poderes del Estado; y etcétera. En general, Trump ha dirigido considerable energía —y considerable poder— a erosionar las normas de la democracia, lo que Levitsky y Ziblatt, junto a muchos de sus colegas, ven como el principal riesgo que su presidencia supone para la polis estadounidense.

Pero también es verdad que en el despliegue de esas estrategias Trump y sus aliados han encontrado firme resistencia tanto desde la sociedad civil como desde las instituciones, y frecuentemente han debido dar marcha atrás. Corey Robin, un agudo observador de la política estadounidense desde la izquierda —quien además ha venido criticando con tenacidad precisamente aquella idea de la erosión de normas como peligro totalitario—, ha hecho al respecto un símil muy ilustrativo. 

En una columna en el diario británico The Guardian, Robin respondió a la frecuente comparación que todavía se hace entre el ascenso de Trump al poder y el de Adolf Hitler en la Alemania de Weimar. Robin les recordó a sus lectores que en enero de 1934, al acercarse al primer año de su nombramiento a la cancillería de Reich por la vía democrática (él no fue electo por voto popular, pero sí lo fue su mayoría legislativa), Hitler ya había encerrado en campos de concentración a millares de socialistas y comunistas alemanes, y de hecho empezaba a soltar a los sobrevivientes para que su historia de tortura y tratamiento brutal sirviese de admonición al resto de los ciudadanos y contribuyera al fortalecimiento de un régimen de terror. 

Trump, entretanto, se pasó la semana equivalente intentando sin éxito impedir la publicación de un libro que lo denigra (Fire and Fury: Inside the Trump White House, del periodista Michael Wolff); cuando los abogados del Presidente enviaron a la editorial de Wolff un pedido de que desista, los abogados de la editorial no solo dijeron “no”, sino que respondieron con su propia carta, ampliamente difundida, cuestionando con severidad la postura del Presidente, mientras el CEO de la compañía le recordaba a Trump su obligación constitucional de respetar la libertad de prensa

El libro se publicó y es un éxito de ventas. Un Ejecutivo que no puede evitar este insulto no tiene, pues, poder autoritario, por más que lo quiera.

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Por supuesto, ni Levitsky y Ziblatt ni ninguno de quienes expresan su temor de una instauración totalitaria en los Estados Unidos ignoran estos hechos o los muchos otros que pueden citarse en la misma línea, y por su parte Robin —autor de un estupendo estudio sobre la derecha estadounidense y sus raíces antidemocráticas, The Reactionary Mind— tampoco es ciego ante los riesgos que el trumpismo comporta y las consecuencias que tendrá. El punto, me parece, es otro: aunque resulta tentador ver la presidencia de Donald Trump como un momento de excepción en la historia política estadounidense —un potencial parteaguas análogo al 1933 alemán, digamos—, es quizá más fructífero entenderlo a la luz de sus continuidades con la larga deriva hacia la ultraderecha del Partido Republicano al que representa, y en general con la evolución del neoliberalismo globalizado, que se mueve en la misma dirección. Lo que debemos temer no es tanto lo nuevo que hay en esta hora, sino lo mismo, desplazado hacia una forma radical pero no distinta en esencia de lo que ya había.

Esta perspectiva sin duda contribuye a explicar el pronto reacomodo entre la “facción Trump” del Partido Republicano y sus élites tradicionales (tanto las empresariales/financieras como las políticas). Si durante la campaña electoral de 2016 la candidatura de Donald Trump emergió como una insurrección populista contra el establishment Republicano, y si su éxito electoral se debió en alguna medida a su persistente crítica de aquellas élites, su práctica desde el poder ha resultado en el fondo indistinguible —salvo por su inusual torpeza y su marcada vocación de espectáculo— de la de los Republicanos de siempre. 

No en vano el principal logro de esta Casa Blanca y este Congreso, tras un año de incuestionado control Republicano, es una supuesta “reforma tributaria” que reforma poco pero recorta mucho, en especial para los grandes capitales y sus beneficiarios (incluyendo al Presidente, sus negocios y su familia), y que necesariamente terminará desfondando las provisiones del estado de bienestar que aún quedan en pie en los Estados Unidos. Es imposible distinguir esa agenda de la que han venido persiguiendo los Republicanos desde la era Reagan (y también los Demócratas del molde Clinton); de novedoso y de excepcional ahí no hay nada. Y tampoco hay nada de la promesa populista de la campaña.

Así, pues, la crítica a Trump y al trumpismo no alcanza el que debería ser su real sentido si se detiene en un cuestionamiento de sus evidentes impulsos totalitarios o si agita ese temor como su principal bandera. El momento actual es un estadio en la historia del neoliberalismo, no una ruptura o una transición hacia lugares distintos de la vida política; sin una crítica del programa neoliberal (algo que requiere, de hecho, erosionar por lo menos algunas normas de la política contemporánea) la “resistencia” difícilmente llegará demasiado lejos.

En lo inmediato, mientras tanto, creo que el principal riesgo de la presidencia de Donald Trump es que, de entre las características del autoritarismo identificadas por Levitsky y Ziblatt, potencie una que se anunció en la campaña pero hasta ahora ha permanecido en modo embrionario: el recurso a la violencia. Ahí donde el control de los discursos públicos, la interferencia con otros poderes, la deslegitimación de sus adversarios y demás despliegues fracasan o resultan únicamente en victorias limitadas, un escalamiento violentista podría proveer mayores réditos, y Trump, es obvio, no tendría remilgos para aprovecharlos.

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Dada su evidente y sostenida traición de la promesa populista que lo llevó al poder, la retórica de la violencia tiene el potencial de reavivar y fortalecer los lazos carismáticos de Trump con su base (algo de enorme importancia en un año de elecciones legislativas en las que el control del Congreso bien podría estar en juego), echando leña a la hoguera de lo que en otro lugar llamé la "política del resentimiento", clave para entender la potencia electoral del trumpismo. Y tiene además dos espacios “naturales” sobre los cuales asentarse más allá del mero discurso, ambos bajo el control directo del ejecutivo: la política exterior y la política de control migratorio.

En el primero de estos terrenos, una nueva aventura militar estadounidense, en particular una que concentre la atención y sirva como espectáculo aunque no tenga objetivos estratégicos reales, es algo que no puede ni debe descartarse. Pero incluso si esa posibilidad se ve como medianamente lejana, el escalamiento no lo es, y ya está en marcha. 

Por ejemplo, Trump ha iniciado el 2018 pidiendo a sus fuerzas militares el desarrollo de un arsenal nuclear “que sí pueda usarse” en respuesta a amenazas convencionales, alterando la postura defensiva que ha sido la estrategia estadounidense en cuanto a este tipo de armamentos (una estrategia exitosa, valga anotarlo) desde 1946. No es necesario abundar en los riesgos que este cambio implica, en particular en un momento de inflacionaria confrontación con Corea del Norte, que tiene su propia capacidad termonuclear y podría no ser renuente a usarla si percibe un peligro existencial.

Pero es en el terreno de la política de inmigración donde, creo, Donald Trump tiene una ruta despejada, pues muchos de sus elementos están enteramente en manos del Ejecutivo y los riesgos políticos son —o pueden parecerlo— mucho menores. El racismo y la xenofobia han sido desde el principio parte central del discurso trumpista, y la retórica antiinmigrante le sirvió bien a Trump en la campaña electoral y le continúa sirviendo en la Casa Blanca. Escalar esa retórica y respaldarla con hechos concretos —persecución de individuos y comunidades, deportaciones de personas previamente protegidas por permisos temporales, arrestos de inmigrantes en proceso de solicitar residencia, etc.— ha sido una progresión orgánica, no un quiebre profundo con respecto a las políticas de Clinton, Bush u Obama. También ha sido orgánica la expansión del enfoque: de la necesidad de controlar y reprimir la inmigración “ilegal”, se ha pasado hoy a hablar de la necesidad de reducir el número de inmigrantes en general, y también, en palabras del propio Trump, admitir menos personas de “países de mierda” como Haití y El Salvador (o Perú, vamos) y más noruegos.  

Ni una cosa ni otra (aventurerismo militar, recrudecimiento xenófobo) es nueva en la política estadounidense, y su erosión de la norma es solo relativa. Y tampoco hay nada ahí que augure el establecimiento de un régimen dictatorial. Lo que sí son ambas en manos de Donald Trump es fragmentos de un teatro autoritario, y esto es importante. Esta puesta en escena de los gestos del autoritarismo, con su implícito o explícito llamado a la violencia, no tendrá impacto inmediato en el funcionamiento del capitalismo neoliberal y sus estructuras administrativas o de gobierno, pero sí está alterando los lenguajes en uso en la esfera pública y la cultura política hegemónica en la sociedad. Se trata de gestos vacíos, pero su vacuidad, su vaciamiento, sí tiene un poder corrosivo y transformador. Lo está teniendo ya: ha normalizado, convirtiéndolo en política oficial de los Estados Unidos, el despliegue de la crueldad y la radical ausencia de empatía que parece caracterizar la vida psíquica de su presidente.  

Esta es quizá, en última instancia, la norma cuya erosión más se debe temer en el momento presente: la transformación de la política en un permanente teatro de la crueldad del que podría no haber salida, que necesitará continuar escalando siempre, y bajo cuya cobertura la tendencia del capitalismo contemporáneo hacia la acumulación plutocrática terminará de hacerse irreversible.  


(Publicado originalmente, con ligeras modificaciones, en NoticiasSER.pe)