Greta Thunberg me emociona hasta las lágrimas. No exagero. El viernes, escuchándola hablar en una de las muchas manifestaciones de la movilización global por el clima, lloré más de una vez. Y me volvió a ocurrir el lunes, con su apasionada denuncia ante la Cumbre del Clima de la ONU. 

La veo pequeña, frágil, niña, y a la vez tan decidida, tan entera e inquebrantable, tan potente. Como Máxima Acuña en su defensa del territorio, nos está enseñando a todos una lección muy simple y muy profunda. Es una lección que yo, inclinado al pesimismo, con frecuencia debo reaprender. Y no soy el único.

Su historia es conocida. Greta Thunberg descubrió el alcance y las consecuencias del cambio climático a los ocho años, al ver en la escuela un documental sobre el tema. Incapaz de comprender por qué, ante una realidad tan dramática y urgente, los adultos a su alrededor no estaban haciendo nada, cayó en una terrible depresión. Dejó de hablar, dejó de comer y estuvo muy enferma; en esa época le diagnosticaron, además, trastorno del espectro autista (que ella describe como su “superpoder”). Empezó a salir de la depresión tres años más tarde, leyendo e informándose sobre la ciencia ambiental, sobre las posibles soluciones al problema y sobre el activismo.

En agosto de 2018, luego de una ola de calor e incendios forestales en su natal Suecia, Greta decidió hacer lo que estuviera a su alcance para expresar desacuerdo con la situación e impulsar un cambio. Tenía 15 años. Desafiando los deseos de sus padres e incluso las leyes de su país, se declaró en huelga escolar durante la semana previa a las elecciones. Luego, demandando que Suecia tomara acciones efectivas, empezó a protestar frente al legislativo en Estocolmo todos los viernes. Sola, con un cartelito y un volante. 

Su inspiración fueron los estudiantes de la secundaria de Parkland, en la Florida, Estados Unidos, y su modelo fue el “paro climático” de 2015.

Un año después, a la edad de 16, Greta Thunberg es el rostro más visible de un movimiento global en el que participan estudiantes de todo el mundo (incluyendo el Perú). Ha dado importantes discursos ante la COP24, el Parlamento Europeo y el Congreso de los Estados Unidos, entre muchos otros foros. Y este último viernes, definitivamente ya no estaba sola: millones de jóvenes y adultos se sumaron a la protesta en más de 100 países, enviando un mensaje sonoro e insoslayable a la Cumbre del Clima que empezaría el lunes. Una generación entera parece estar encontrando en ella un ícono de lucha, y su voz es un efectivo antídoto contra la indiferencia.

El movimiento por la justicia ambiental y contra el cambio climático no puede reducirse a un rostro, un nombre o una persona, por supuesto. Greta Thunberg es una figura particularmente carismática y su mensaje, además de vital, es claro y accesible; sin duda, su presencia y su liderazgo han sido importantes catalizadores para el crecimiento del activismo en estos meses, y lo continuarán siendo en el futuro inmediato. Pero ese crecimiento se debe a múltiples factores, y sus posibilidades de revertir el statu quo de la inacción—o el de las acciones contraproducentes—dependerán del esfuerzo de numerosos agentes y de un cambio cultural, económico, político y social de muy amplio espectro, que estamos todavía lejos de lograr.

Aun así, es imposible no conmoverse con ella. Es imposible escuchar lo que insiste en recordarnos —que la ciencia es clara; que nos acercamos al desastre; que el momento de actuar es hoy; que les estamos robando el futuro a nuestros hijos; que necesitamos medidas masivas y transformadoras— sin saberse llamado a la acción. Es imposible verla y no sentirse optimista. Si una niña con un cartel ha podido contribuir de esta forma a la movilización tantos, en tantos lugares y con tanta fuerza (e incluso a la transformación de hábitos y conductas en un país entero), quizá todo está menos perdido de lo que a veces parece. Quizá hay puertas que vemos cerradas, pero están abiertas. Y si no lo están, podemos abrirlas.

Seguramente habrá quienes, movidos por el cinismo o la mala fe, quieran desacreditarla (de hecho, los hay: los idiotas de siempre). Pero sus opiniones no importan. Lo que importa es lo que está quedando demostrado: que el poder de cambiar las cosas lo tenemos nosotros, como lo tiene ella, por frágil y pequeña que parezca.

Es una verdad básica y simple que no debe escapársenos nunca de las manos: por mínimas que las sintamos, nuestras acciones cuentan. Dar un paso adelante puede ser el inicio de cambios sustantivos y radicales. Ante las abrumadoras realidades de la crisis ambiental, el pesimismo del intelecto ciertamente está justificado. Pero —y esta es la lección que Greta Thunberg me enseña— el optimismo de la voluntad es su complemento necesario. No hay garantías de éxito, pero el fracaso tampoco está asegurado. Lo único que sabemos con completa certeza es que hay que seguir sumando.


*(Artículo publicado originalmente en NoticiasSER, editado para su actualización)