El buen recibimiento que ha tenido La revolución y la tierra, el documental de Gonzalo Benavente (con guion suyo y de Grecia Barbieri) sobre la reforma agraria iniciada 50 años atrás por el gobierno del general Juan Velasco Alvarado, es síntoma de algo significativo. Fuera de ámbitos académicos y del recuerdo vivo de sus protagonistas, hay un enorme vacío de memoria sobre ese momento crucial de la historia peruana, especialmente en Lima y en otros contextos urbanos, y junto a él hay un considerable deseo de información, debate y discurso.

Quien haya visto el filme lo habrá notado: a salas llenas o casi llenas, públicos multigeneracionales observan con mucho interés las imágenes y escuchan el relato propuesto por los cineastas, lo comentan, lo debaten incluso. En la función a la que yo asistí, con mucho público joven, se escucharon varios “ala, no sabía” y más de un “¿ves? Es como te había dicho”. La sensación general era de descubrimiento y asombro. Es como si los muros de contención que las voces oficiales de la vida nacional han querido erigir durante los últimos 40 años alrededor de ese complejo proceso se estuvieran quebrando, y una nueva manera de verlo, largamente embalsada, empezara a fluir por sus grietas.

Haber respondido a esa necesidad es ya un logro importante de La revolución y la tierra, y no soy el primero en señalarlo. Ciertamente es posible hacerle observaciones al relato general que la película ofrece tanto del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas como de la reforma agraria que este ejecutó (Alfredo Quintanilla, por ejemplo, ha planteado algunas en NoticiasSER), pero ese no es un demérito. Al contrario: como ha escrito Carlos Monge, esta película es una invitación al debate sobre un tema en el que campean las rigideces maniqueas y los prejuicios simplificadores, y eso hay que saludarlo. La intención explícita de Benavente (junto a Barbieri, que también hizo la dirección de arte, el editor Eduardo Pinto, y el resto del equipo) es desestabilizar los consensos hegemónicos y generar preguntas en la audiencia; en ese camino, llega bastante lejos.

Pero me interesa señalar, además, algo que en mi opinión es un logro formal de La revolución y la tierra, sobre el cual no he visto mucho énfasis entre comentaristas y críticos. Todos notan el abundante uso que esta película hace de material fílmico de archivo y metraje de cintas peruanas clásicas, pero tienden a verlo como un complemento, una galería de ilustraciones más o menos ad-hoc, valiosa como ejercicio de rescate, pero secundaria al contenido principal. Así lo entienden, por ejemplo, tanto Mónica Delgado como Sebastián Pimentel, ambos críticos a los que siempre vale la pena escuchar.

Esta vez discrepo de ellos, sin embargo. En mi lectura, las imágenes de archivo que puntúan La revolución y la tierra no son solo ilustraciones de lo que dicen los varios opinantes ni se limitan a graficar los hechos que la película narra, sino que demarcan y determinan de manera fundamental lo que Benavente y su documental están tratando de decirnos.

Esto es así por dos razones. La primera es que el vacío de memoria que aquí se intenta llenar es específicamente un vacío de memoria visual, algo sobre lo que la película insiste en varios momentos y cuya ausencia lamenta. El punto no es únicamente hacer una narrativa contrahegemónica del velasquismo y de la reforma agraria, sino proponer su imagen, y proponer incluso la imagen de una historia más amplia y abarcadora de lo que es el Perú y lo que somos los peruanos. Una imagen de sí misma es algo de lo que nuestra sociedad carece. Que deba hacerse con fragmentos, sobre la base de un archivo incompleto, descuidado e inestable, lleno de ausencias y bajo permanente amenaza de desaparición, es ya un señalamiento del problema.

La segunda razón por la que me parece que el uso de estas imágenes en La revolución y la tierra es central a su mensaje se relaciona con el tipo de imágenes de las que estamos hablando. O mejor dicho, con la forma en que esta película tiende a homogeneizar los distintos tipos de archivos con los que trabaja. En La revolución y la tierra, las imágenes de ficción, los clips documentales, los noticieros y varios otros modos de trabajo visual ocupan básicamente un mismo territorio y funcionan como parte de un mismo programa comunicativo. No se hace una distinción estricta entre el registro de hechos y la invención de imágenes, pero esto no debilita la narrativa, sino que la refuerza. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de mostrar una historia en construcción, a sabiendas de que todo relato histórico es entelequia y artificio, y que depende, a un nivel muy básico, de un imaginario.

Más aún, mi impresión es que La revolución y la tierra nos invita no solo a debatir sobre Velasco, la reforma agraria y el proyecto revolucionario, sino a construir su sentido. Nos llama a imaginarlos de nuevo, en función a las necesidades y demandas de un presente que —como la película claramente sugiere en sus planos finales— no ha terminado de aprender las lecciones de la historia y mucho menos ha cerrado las heridas que la atraviesan.

La revolución y la tierra sigue en cartelera. Definitivamente, vayan a verla.


(Artículo publicado originalmente en NoticiasSER)