Mañana, con el cierre de las ánforas de votación, terminará una fase del proceso electoral en los Estados Unidos y empezará la siguiente, que involucra tanto el conteo de los votos en todas las jurisdicciones como los numerosos litigios judiciales que se auguran en torno a él (muchos ya están en marcha). Los días y las semanas que vienen serán muy agitados, y la resolución final es incierta. Hay mucho en juego y el cliché no exagera: en ese país, estas elecciones se cuentan entre las más importantes de la historia.
La posibilidad de una victoria de Joe Biden parece señalar para algunos una ruta de retorno a la normalidad, ya sea de inmediato o luego de un periodo de reconstrucción. Desde esa perspectiva, la presidencia de Donald Trump se ve como un hito aberrante, un momento atípico fuera del curso normal de las cosas, y se puede pensar que bastaría deshacerse de ella y desarmar sus tinglados para solucionar el problema.
Ese es un error. Los últimos cuatro años representan el paroxismo de tendencias muy de fondo y de larga data en la política estadounidense, y aún si esas tendencias se atenuaran con un cambio de mando en la Casa Blanca, es poco probable que desaparezcan. En otras palabras, es posible que la presidencia de Trump no haya sido algo anormal, sino que constituya la expresión de una nueva norma, de la cual no habrá fácil escapatoria.
Una polarización asimétrica
Con frecuencia se observa que la característica más saltante en la vida política estadounidense de estos tiempos es su implacable polarización. Con menos frecuencia se señala que se trata de una polarización esencialmente asimétrica, con incentivos que empujan a los partidos en direcciones opuestas, y que esa asimetría amplifica al infinito su potencia. Este proceso se inició a mediados de los años 60, cuando se produjo un realineamiento de las coaliciones partidarias y se empezaron a forjar las identidades que hoy reconocemos para los partidos Republicano y Demócrata.
En un contexto de enorme agitación política y rápidas transformaciones demográficas, sociales, culturales y económicas, el Partido Demócrata —ya identificado con el estado de bienestar, cuyas bases estableció originalmente en el New Deal de los años 30— buscó expandir el electorado y ampliar el rango de cobertura de los derechos ciudadanos, aliándose con los movimientos sociales de protesta surgidos a su izquierda. Esta alianza tomó sobre todo la forma de una cooptación: aquellos movimientos sociales debieron renunciar a su horizonte radical a cambio de participación limitada en espacios de poder.
En un sistema político que solo puede funcionar por consenso, el Partido Republicano lleva cincuenta años pateando el tablero. Y por último, cuando ya no podía patearlo más, ha terminado incendiándolo.
En respuesta, el Partido Republicano —ya sea por el cálculo de la dirigencia, por procesos y dinámicas autónomas en su base, o por una combinación de ambos factores— se afirmó no solo como el agente del gran capital, la pequeña burguesía (particularmente la de zonas rurales) y los sectores más tradicionalistas, sino también como el partido de la segregación racial. Esto le permitió incorporar a su tienda a amplios segmentos de la población blanca del Sur del país, que se convirtió desde entonces en su bastión electoral, y a los grupos marginales pero no insustanciales que antes diluían las candidaturas republicanas desde la extrema derecha.
Para decirlo de otro modo, a su coalición esencialmente conservadora, el Partido Republicano sumó una facción esencialmente reaccionaria, cuya radicalidad ha buscado acicatear de maneras a veces opacas y tangenciales y a veces desembozadas, pero que ha estado siempre desde entonces en el centro ineludible de sus discursos y sus prácticas.
Hablando estrictamente en términos de realpolitik, las estrategias derivadas del realineamiento Republicano fueron mucho más exitosas que las derivadas del realineamiento Demócrata. Han asegurado su dominio de la política en el Sur del país y una firme alianza con la derecha religiosa. Le han otorgado al partido una consistente cuota de poder objetivo, con el control de numerosas y muy determinantes instancias locales, estatales y federales. Le han provisto de un vocabulario muy efectivo para decidir los parámetros del debate y establecer la agenda. No es casualidad que cincuenta años más tarde, la forma en la que el Partido Republicano encara elecciones siga siendo básicamente la misma.
La traición de los Demócratas
Quizá más importante que eso, sin embargo, es que el realineamiento político de los años 60 terminó poniendo a los Demócratas fundamentalmente a la defensiva. Confrontados con sucesivas debacles electorales en los años 70 y debiendo trabajar cada vez más cuesta arriba en un campo en el que sus rivales iban adquiriendo creciente hegemonía, fueron abandonando en la práctica sus originales banderas progresistas en busca del elusivo, ilusorio "centro" de un mapa dibujado por otros (un "centro" que con cada ciclo electoral se ubica más a la derecha). Así han terminado gobernando, cuando les tocó, con un programa que contradice su supuesta identidad política.
Los Demócratas han sido cómplices en el desmantelamiento de aquel estado de bienestar que alguna vez fue su marca, socavando sus propias bases y vaciándose de contenido. Los ejemplos abundan. El TLC de América del Norte lo negoció y lo firmó Bill Clinton (y el resultado fue un rápido colapso del empleo y los salarios en el sector manufacturero). La ley Glass-Steagall, dada en 1929 para regular la banca e impedir que se repita el calamitoso crack financiero de ese año, también se derogó bajo el gobierno de Clinton, con su firma (y el resultado fue la Gran Recesión de 2008, que precarizó y sigue precarizando a vastos sectores de la población). El logro Demócrata más significativo en varias décadas, el sistema de salud conocido como Obamacare, es en realidad la versión reciclada de un plan Republicano (una "solución de mercado" con elaborados andamiajes para la industria privada e insuficiente cobertura para la población general). Hay una larga lista de etcéteras.
Los Demócratas abandonaron defensivamente sus posturas progresistas y se hicieron cómplices en el desmantelamiento del estado de bienestar que alguna vez fue su marca de identidad.
Pero no importa cuántas concesiones hicieran, cuánto se alinearan con los intereses del gran capital, o cuánto adecuaran su lenguaje, los Demócratas nunca encontraron interlocutores honestos. El incentivo para sus rivales continuó siendo el mismo: cerrar filas, cerrar puertas, radicalizarse hacia la derecha. Los Republicanos se han opuesto de forma cerril, brutal, a todas estas "adaptaciones", sin importar cuánto las promovieron ellos mismos en el pasado. Lo han hecho porque saben que así ganan, y en esa lógica, ganar así se ha terminado convirtiendo en su identidad y su naturaleza (eso, y los recortes de impuestos al capital, la única política pública en la que se han mantenido consistentes a lo largo de las décadas).
En suma: en un sistema político diseñado para fomentar la negociación y el compromiso, un sistema que solo puede funcionar en el largo plazo si se dan condiciones mínimas para el consenso, el Partido Republicano lleva cincuenta años pateando el tablero. Y por último, cuando ya no podía patearlo más, ha terminado incendiándolo.
"Moderados" vs. "radicales"
Las cosas, por supuesto, no son nunca tan lineales ni tan simples, y no se explican nunca por un solo factor (la política se parece más a la teoría del caos que a la geometría euclidiana). Pero el hecho es este: las dinámicas y procesos que resumí en las líneas anteriores se han convertido en características estructurales de la vida política estadounidense.
Esto tiene varias facetas. En primer lugar, es claro que en el trámite de alimentar su extremo reaccionario, el Partido Republicano ha dejado de ser una coalición. El proceso ha sido paulatino, pero ya está completo: la facción radical es el partido, y quienes no se alinean con ella quedan fuera. Nada o muy poco se negocia internamente; la sumisión de los antiguos "moderados" es absoluta.
El Partido Demócrata, mientras tanto, sigue siendo en esencia la misma coalición que se empezó a formar en los años 60, y aunque su ala izquierda ha cobrado nuevas fuerzas en estos últimos cuatro años y ha ganado terreno dentro del aparato partidario, el ala conservadora es hegemónica y los "radicales" están existencialmente obligados a negociar con ella, pues no han podido consolidar una base de poder propia.
Más aún, el radicalismo de esos "radicales" es en realidad tenue. Circulan, sí, ideas de tinte socialdemócrata que hace poco hubieran sido anatema, y los consensos que emergen de la negociación interna se han movido considerablemente hacia la izquierda desde donde estaban hace una década. En meses recientes, además, ha habido escenas callejeras de confrontación, y en torno a ellas se han articulado y legitimado discursos combativos que hace tiempo no se escuchaban a un volumen tan alto.
Pero lo cierto es que esas confrontaciones callejeras emergen desde fuera del partido o desde sus márgenes, catalizadas por organizaciones que no son parte del aparato ni responden a su autoridad (y que en muchos contextos se oponen intensamente a él), y si bien muchas figuras públicas asumen su retórica, muy pocas asumen su combatividad; más bien, se apresuran a condenarla.
Mientras tanto, las propuestas políticas más "extremas" hoy sobre la mesa para un posible gobierno Demócrata, tales como eliminar el Colegio Electoral o aumentar el número de jueces en la Corte Suprema, operan todas dentro del orden establecido (enmienda constitucional, acto legislativo del Congreso, decretos presidenciales, etc.), y en esa medida lo reafirman. Son esencialmente conservadoras; en todo caso, no tienen nada de subversivas. Los Republicanos, en cambio, se mueven también aquí en la dirección contraria. La facción radical hegemónica en el partido no observa mayores delicadezas constitucionales, aun cuando hace de la Constitución un auténtico fetiche.
Una inevitable deriva autoritaria
En defensa de sus espacios de poder, o en busca de expandirlos, la dirigencia Republicana está dispuesta a quebrar cualquier norma y pervertir el funcionamiento de cualquier institución, incluso cuando hacerlo contraviene el texto explícito de las leyes, y está dispuesta también a distorsionar el espacio público con un incesante aluvión de afirmaciones fraudulentas, "hechos alternativos" y estrepitosas mentiras.
Amplios sectores de la base, por su parte, están armados hasta los dientes y blanden sus fusiles de asalto con una voluntad abiertamente destructiva. En última instancia, tanto las figuras públicas del partido como las organizaciones que se articulan en su base han demostrado estar más que dispuestas a ejercer la violencia política para defender su dominio (cuando el Presidente llama a "Liberar Michigan" de su legítima gobernadora, las milicias fascistas se organizan para secuestrarla). Cada vez se vuelve más difícil no tomar sus amenazas en serio.
En alguna medida, esta situación recapitula las dinámicas que surgieron en los años 60 y puede interpretarse como su conclusión lógica. De un lado, la coalición Demócrata tenía como objetivo expandir derechos fundamentales (la Ley del Voto y la Ley de Derechos Civiles son ambas de 1964, y es de consenso considerarlas como el punto de partida de los procesos que he descrito). Del otro, la coalición Republicana buscaba impedirlo. De nuevo, realpolitik: dadas las transformaciones sociales y económicas de la posguerra, expandir el electorado y la franquicia ciudadana debía granjearles a los Demócratas una sólida mayoría electoral, duradera durante décadas; oponerse a ese proyecto ha sido y sigue siendo una necesidad existencial para los Republicanos.
Si todos los ciudadanos tuvieran acceso irrestricto al ejercicio de sus derechos, los Republicanos perderían. La única manera de lograr sus objetivos es impedir que eso suceda. Su única opción, en otras palabras, es una salida autoritaria.
A lo largo de cinco décadas, el Partido Republicano ha desplegado todas las armas legales y constitucionales a su alcance para cerrarle el paso a esa expansión de derechos, con —precisamente— los efectos de la Ley del Voto y la Ley de los Derechos Civiles entre sus objetivos. Es lo que buscan revertir, y lo declaran sin tapujos. En ese intento, se ha apoyado con creciente insistencia en los aspectos más antidemocráticos de la Constitución y las leyes: el Senado, el Colegio Electoral, los Jueces Supremos vitalicios. Han buscado erosionar uno de los fundamentos del orden constitucional, el equilibrio de poderes, para concentrar el poder en el Ejecutivo (la así llamada teoría del "ejecutivo unitario"). Han recurrido a maniobras y procedimientos cada vez más ilegítimos, como el rediseño discriminatorio de los distritos electorales o la supresión del voto, ya sea por medios judiciales o con impedimentos directamente físicos, entre una amplia variedad de tácticas.
Nada de esto es anecdótico. Son síntomas y manifestaciones de una realidad ya ineludible: en los Estados Unidos, el partido Republicano tiene una cuota mucho mayor de poder y controla muchos más mecanismos del sistema político, pero se trata de un poder minoritario, y esto define su naturaleza. En elecciones genuinas, abiertas, justas, en las que la población general participara de manera activa y entusiasta, perderían. En una polis en la que los ciudadanos tuvieran acceso irrestricto al ejercicio de sus derechos, perderían. La única manera de lograr sus objetivos es impedir que eso suceda. Su única opción, en otras palabras, es una salida autoritaria.
Hacia un trumpismo sin Trump
La presidencia de Donald Trump es el resultado de estas energías acumuladas. Durante años, buscó montarse sobre la ola de la radicalización en la base del partido Republicano, y no es casualidad que lo lograra durante la presidencia de Barack Obama, como principal portavoz y promotor de una fantasía racista: insistiendo en que el primer presidente negro de los Estados Unidos no nació en el país y era, por lo tanto, ilegítimo.
No es casualidad tampoco que el espacio ganado mediante estas intervenciones, junto a su popularidad como personaje de reality, le permitieran a Trump barrer con la vieja coalición del Partido en las primarias de 2016, ni que la hegemonía de la facción radical haya terminado de consolidarse durante su gobierno; desde la Casa Blanca Trump no ha hecho otra cosa que azuzarla.
Y nada de lo anterior es casualidad porque algo que ha sucedido en los últimos años, en particular luego de la crisis financiera de 2008 (y no únicamente en los Estados Unidos), es la configuración de actores sociales que no solo no responden al viejo orden constitucional, sino que se sienten distanciados con violencia de él y desean —aun cuando no lo hagan explícito— su destrucción.
De las ruinas del neoliberalismo, un orden global en el que el Partido Demócrata tiene tanta responsabilidad como el Republicano, han emergido sujetos fundamentalmente nihilistas, desasidos de la república que habitan, anclados a modos más primarios de identificación y socialidad. Son sujetos cuya voluntad política es, en lo esencial, revolucionaria. Las líneas de demarcación han existido en la república estadounidense desde el día de su nacimiento: corren en paralelo a la supremacía blanca, el domino de género y la intolerancia cultural. Pero eso no vuelve conservadora la revolución que el trumpismo fomenta. Es una revolución reaccionaria.
El liderazgo de Donald Trump encarna esas energías tóxicas y pululantes que el Partido Republicano incorporó en los años 60, y que han permanecido hasta ahora aisladas y mayormente inconexas. El triunfo del trumpismo ha permitido que se conviertan en una fuerza organizada. Y ese es el problema: Trump puede perder las elecciones, podría incluso (aunque no es lo más probable) desaparecer de la escena, pero una fuerza revolucionaria organizada no es algo que se pueda diluir con facilidad. Mucho menos cuando tiene control al menos parcial de un aparato partidario establecido y de largo alcance, con cuotas de poder reales y propias, con medios de comunicación y redes sociales que amplifican sus discursos y les brindan resonancia, y cuando está ampliamente predispuesta a la violencia contra enemigos que concibe como una urgente y profunda amenaza existencial.
Los días y las semanas que vienen serán muy agitados, escribí al principio. Me temo que los años que vienen lo serán mucho más.
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Foto de portada: White House
(Publicado originalmente en Noticias SER)