En las últimas décadas, el régimen ruso se ha caracterizado por un notable oportunismo estratégico. Ha sabido sacar ventaja de contextos cambiantes y oportunidades inesperadas para avanzar sus intereses sobre el tablero geopolítico global y, en términos generales, le ha ido bastante bien. Además de sus ganancias políticas y diplomáticas, que no son pocas, la Rusia post-Yeltsin ha iniciado o intervenido en numerosos conflictos armados y —a diferencia de los Estados Unidos, a los que concibe como su rival directo en la lucha por hegemonía regional— no ha perdido ninguno. Visto desde el Kremlin, el balance es sin duda positivo.

Esta vez, sin embargo, a los estrategas de Moscú la sagacidad parece habérseles agotado. Es muy difícil que Rusia salga ganando de la invasión que lanzó esta semana sobre Ucrania, más allá del aspecto militar en sentido estricto.

Aunque al momento de escribirse estas líneas (sábado por la tarde, hora peruana) la situación se había vuelto un poco más incierta que al principio, la abrumadora superioridad de las fuerzas armadas rusas todavía augura una victoria militar relativamente rápida. Pero ese no será el fin de esta historia; en realidad, en la medida en que las acciones rusas parecen haber sido diseñadas para desmontar el orden estratégico existente y generar una nueva situación sobre el mapa europeo, serán solo el inicio. Y no se ve con claridad cómo un triunfo en el terreno de las armas vaya a traducirse para Rusia en un avance de sus intereses geopolíticos.

Desajuste táctico

Las cosas son siempre más complejas, pero asumamos que los intereses rusos se pueden resumir en dos objetivos inextricablemente interconectados. Uno, impedir una mayor expansión de la OTAN hacia el este. Dos, asegurar la continuidad de su acceso a los mercados energéticos europeos. En ambos terrenos, Rusia lleva las de perder. Y en ambos es por los mismos motivos.

Para lograr lo que busca en Ucrania (que el ejército ucraniano se rinda sin condiciones, que el actual gobierno colapse y que se instale uno nuevo, más favorable a Moscú), Rusia necesita no solo una victoria relámpago, sino una que sea sostenible en el tiempo. Estos objetivos son contradictorios, y debido a ello, ninguno de los dos está hoy al alcance de la mano.

Mientras más dure la resistencia, la legitimidad del gobierno ucraniano continuará creciendo, y mientras más crezca su legitimidad, más viable le resultará continuar resistiendo. Para interrumpir ese bucle, Rusia tendría que desplegar mucha más violencia que la vista hasta ahora. Puede hacerlo, pero eso solo sería contraproducente.

Puede haber victoria, por supuesto, pero con cada hora que pasa, se hace más difícil que sea realmente relámpago. Las defensas ucranianas no se desarticularon con el ingreso de tropas rusas a su territorio, y el gobierno, en vez de colapsar, ganó renovada legitimidad —interna y externa— al encontrarse bajo asedio. Entretanto, ver al estado y el ejército ucranianos mantenerse en pie y recibir el apoyo masivo de la ciudadanía parece haber motivado a las naciones europeas a intervenir de manera más directa en el conflicto, con un aumento significativo de su ayuda logística y material a Kiev. De hecho, el sábado mismo, apenas tres días después de los primeros ataques, eso ya estaba sucediendo: incluso la renuente Alemania retrocedía de su postura inicial y anunciaba envíos de armamento. Y la escalada continuó el domingo. Para decirlo con claridad: esta acción militar concertada entre las naciones europeas no ha sucedido nunca, y no hubiera sido posible, o siquiera imaginable, antes del ataque ruso a Ucrania. 

Mientras más dure la resistencia, la legitimidad del actual gobierno ucraniano continuará creciendo, y mientras más crezca su legitimidad, más viable le resultará continuar resistiendo. Para interrumpir ese bucle, Rusia tendría que desplegar mucha más violencia, muerte y destrucción que la vista hasta ahora. Tiene el poderío para ello (y, en la lógica terrible de la guerra, es muy factible que decida hacerlo). Pero desplegar mayor violencia será contraproducente: incluso si la victoria militar fuese completa, solo conseguiría acicatear la resistencia por otros medios —guerra de guerrillas, sabotaje, desobediencia civil en gran escala—, obligando a los rusos a una ocupación prolongada y sangrienta que no estarán en condiciones de sostener políticamente. Ningún nuevo régimen que se consiga instalar así será estable o duradero.

En otras palabras, el desajuste táctico que Rusia ha creado para sí misma no tiene fácil remedio. Pero el problema es en realidad más profundo y de más amplio espectro: aun si Moscú consiguiera cuadrar ese círculo, lo cierto es que esos objetivos de guerra no son compatibles con su estrategia global, ni en lo que respecta a la arquitectura de defensa europea —la OTAN, en última instancia, pues las acciones militares de la Unión Europea necesariamente se coordinan ahí— ni en lo que respecta al mercado energético.

Error estratégico

Sobre lo primero, debe ser ya evidente lo que está ocurriendo: ante la agresividad militar rusa, la idea de la OTAN, la OTAN como concepto, adquiere un sentido nuevo. O más bien, recupera algo del que siempre tuvo, y que desde hace ya varias décadas había venido perdiendo.

Para decirlo sin delicadezas, la OTAN fue desde su origen y hasta el día de hoy un instrumento de la hegemonía estadounidense —una herramienta del imperio— y mientras la Unión Soviética y sus satélites representaron un riesgo sistémico para la Europa occidental, su existencia fue vista por las élites nacionales (y por muchos públicos) como una necesidad en el orden político de la región.

Tras la disolución de la URSS, sin embargo, se hizo cada vez más factible imaginar una Unión Europea desprendida de sus lazos militares transatlánticos, y a medida que la UE establecía sus propios paradigmas de acción geopolítica y empezaba a responder a sus propias necesidades estratégicas, forjándose un nicho autónomo en el orden capitalista global, la OTAN se le volvía más y más incómoda. De hecho, la incongruencia entre esas dos estructuras, la UE y la OTAN, es una de las tensiones de fondo más constantes y más definitorias de la política europea del último cuarto de siglo, y no está resuelta.

Más aún, en tiempos recientes la lógica detrás del tratado atlántico ha empezado a ser cuestionada desde el centro mismo del poder imperial, la Casa Blanca y el Departamento de Estado de los Estados Unidos, donde una facción significativa, la trumpista, se opone abiertamente a su existencia. Ciertamente, esta no es la postura oficial de la actual administración estadounidense, pero sí señala una correlación de fuerzas que reduce de manera significativa su margen de maniobra. Y podría volver a tomar el timón muy pronto.

La OTAN fue desde siempre un instrumento imperial estadounidense, y sus tensiones con la Unión Europea son profundas y no están resueltas. Sin embargo, a los ojos de los estrategas europeos, Rusia está haciendo que la OTAN aparezca una vez más como una necesidad incómoda pero inescapable.

El ataque ruso a Ucrania ha cambiado esta situación de un solo golpe. El prerrequisito para todo lo anterior es un contexto de paz sistémica. No una ausencia de conflictos menores, como los que se dan al interior de los antiguos satélites soviéticos (cuya relevancia geoestratégica es reducida o marginal, lo cual permite que la realpolitik europea los ignore sin consecuencias), sino la certidumbre de que no hay en el horizonte conflagraciones regionales de mayor envergadura. Hoy esa certidumbre es imposible.

En suma: a los ojos de los estrategas europeos, en la UE y fuera de ella, y también al interior de los Estados Unidos, Rusia está haciendo que la OTAN aparezca nuevamente como una necesidad inescapable. El gobierno ruso, además, no se ha hecho ningún favor a ese respecto al amenazar con graves consecuencias militares a dos naciones que no están en la OTAN pero sí en la UE, Suecia y Finlandia. Lo que está ocurriendo en Ucrania hace imposible para los líderes y los planificadores militares de esos países desestimar tal amenaza como una mera bravuconada, y bien podría inclinar la balanza de la opinión pública, en ambos hasta ahora opuesta a sumarse al tratado. La posibilidad de un escalamiento ahí es real y exponencial, bastante más allá, además, de la antigua esfera de influencia de la URSS sobre la que Rusia hoy reclama derecho de injerencia. 

Empujando a la UE y a las naciones de su órbita hacia la OTAN, Rusia las está empujando a una reafirmación de la hegemonía estadounidense, y eso sin duda tendrá repercusiones en el mercado de los hidrocarburos, especialmente el del gas. 

Los detalles son extremadamente complejos, pero no así el diseño general del panorama que se abre. Resultará difícil para Europa desprenderse de las importaciones rusas, pero hacerlo también aparecerá, al igual que en el caso de la alianza atlántica, como más y más necesario. En ese contexto, el dato que no hay que perder de vista es el siguiente: en 2019, por primera vez en 60 años, los EEUU se convirtieron en exportadores netos de petróleo y gas, y desde entonces sus exportaciones de gas natural licuado a Europa vienen en acelerado aumento (las de crudo también, pero en este caso, esas son geopolíticamente menos significativas). Mientras tanto, el proyecto Nord Stream 2, que debía incrementar las exportaciones rusas, ha quedado indefinidamente en suspenso.

La trampa de la ideología

¿Cómo se puede explicar que Rusia, hasta ahora un actor considerablemente racional en la persecución de sus objetivos geopolíticos y eficaz en la evaluación de sus oportunidades, haya cometido el que parece ser un error insalvable, donde incluso la victoria que busca le significará una pérdida y donde el propio régimen podría estarse jugando la supervivencia?

Dada la opacidad del Kremlin y la parametrada estrechez de la esfera comunicacional rusa, es muy difícil saberlo. Pero yo tengo una hipótesis. Creo que lo que les ha ocurrido a Vladimir Putin y su camarilla de consejeros y operadores es que han perdido el equilibrio entre la razón política y la razón ideológica, de modo tal que la primera ha quedado subordinada a la segunda, luego de décadas en las que la balanza se mantuvo inclinada a la inversa.

El actual régimen ruso siempre ha sido altamente ideologizado, marcado por el conservadurismo, el ultranacionalismo y el deseo de restauración imperial. Pero este andamiaje ideológico estuvo desde un principio al servicio de una razón distinta: apuntalar y mantener un estado patrimonial capturado por las facciones oligárquicas que se enriquecieron durante las privatizaciones de los años 90, y que Vladimir Putin centralizó a sangre y fuego durante la siguiente década. El fondo de esta política es, o solía ser, un profundo pragmatismo corrupto y nihilista, y en última instancia era este pragmatismo el que gobernaba las decisiones de importancia.

Es imposible evitar la sensación de que ya se disparó la espiral de escalamiento, y que, como varias veces en el pasado, adquirirá una lógica propia y se hará incontenible antes de que sepamos lo que está ocurriendo.

Poco a poco, sin embargo, el ultranacionalismo y el deseo imperial han adquirido preeminencia. Han dejado de ser un mero instrumento funcional al estado mafioso post-comunista y han pasado a gobernar las consideraciones estratégicas. El furioso discurso de Vladimir Putin esta semana es una clara señal de ello: no deja lugar a dudas de que el gobernante ruso y quienes lo acompañan realmente creen lo que están diciendo, y que "recuperar" Ucrania, cuya existencia como estado independiente consideran ilegítima y parecen sentir como una herida en el ego nacional, es para ellos bastante más que un mero movimiento de pieza en el ajedrez europeo. Es una obligación histórica que demanda sacrificio. Es, en los términos en los que se ha expresado Putin, casi una obligación religiosa.

El riesgo es inmenso. La posibilidad de una nueva guerra generalizada en el corazón de Europa está súbitamente abierta como no lo había estado en mucho tiempo (ahora con arsenales nucleares suficientes para hacer estallar el planeta). Es imposible evitar la sensación de que ya se disparó la espiral de escalamiento, y que, como varias veces en el pasado, adquirirá una lógica propia y se hará incontenible antes de que sepamos lo que está ocurriendo. 

La única opción de detener su avance es que la balanza del Kremlin vuelva a inclinarse hacia el pragmatismo y el régimen ruso encuentre la manera de retirar sus ejércitos al menos hasta Luhansk y Donetsk, las dos regiones cuya independencia reconoció a inicios de semana, para congelar ahí el conflicto. Hoy esa retirada parece ser su única posibilidad de evitar una derrota política o una intensificación de costo incalculable de la guerra.

Será difícil. Una vez caído en ella, la trampa de la ideología no es una de la cual un régimen autoritario como el ruso haya conseguido escapar nunca.


(Artículo publicado originalmente en Noticias SER)