Después de la desastrosa actuación de su candidato, el presidente Joe Biden, en el primer y probablemente último debate de las elecciones presidenciales de este año, el partido Demócrata de los Estados Unidos está sumido en una crisis profunda, pero tiene ante sí al mismo tiempo una valiosa oportunidad para darle reset a la campaña y relanzarla como un ariete más preciso y afinado. No la está aprovechando. La ventana se hace más angosta cada día; si se cierra del todo, los Demócratas con seguridad perderán las elecciones de noviembre, con consecuencias abismales no solo para su país, sino, en buena medida, para el mundo entero.

Biden no puede ganar

Desde la noche misma del debate, donde un Biden debilitado e incoherente sembró serias dudas sobre su capacidad para continuar gobernando, un rumor creciente de voces fuera y dentro del partido se ha alzado para pedir que se retire. Al momento de escribirse estas líneas, no lo ha hecho; al contrario, en sus pocas y muy controladas apariciones públicas de esta semana, ha insistido en que sigue en carrera, achacándole lo ocurrido a un cansancio pasajero y afirmando que se encuentra en perfectas condiciones para seguir.

Desde su entorno, los argumentos a favor de la continuidad son de dos tipos, en términos generales. Ninguno es demasiado convincente.

Por un lado, se afirma que Biden en efecto está muy bien, lúcido, agudo y vital para su edad, y que se le debe dar tiempo y espacio para demostrarlo. Esto puede ser cierto (no lo parece; yo no lo creo), pero es en última instancia irrelevante: el tema del momento no es en realidad la condición real del presidente/candidato, sino su percepción por los votantes, en particular por los escasísimos indecisos o aún no comprometidos del puñado de estados en disputa donde se decidirá el control del ejecutivo y el legislativo para los próximos cuatro años. 

La tarea de Biden no es decir “estoy bien”, sino mostrarlo a través de su presencia escénica, su capacidad retórica y su ritmo de actividades. Debe encarnar la vitalidad que se atribuye. No pudo hacerlo en el debate ni en los días posteriores, y no hay ninguna razón para pensar que podrá hacerlo en las semanas que vienen. Hay razones, más bien, para pensar que lo que seguirá encarnando es lo contrario.

Las fisuras internas del partido Demócrata ya están en evidencia, y se están ahondando. Lo que las ahonda es precisamente la candidatura de Biden, en la cual incluso sus propios partidarios ya no tienen confianza.

Por otro lado, se dice que buscarle recambio a estas alturas, ad portas de la convención partidaria que deberá nominarlo oficialmente como candidato, es peligroso, pues desenfoca la campaña, genera divisiones internas y proyecta un mensaje de desorden y desesperación. Si Biden no quiere renunciar a la candidatura, no está claro qué mecanismos existen para forzar su reemplazo. Biden ha ganado las primarias demócratas y los delegados de la convención están formalmente obligados a certificarlo. Cualquier intento de cambiar ese esquema, dicen, resultaría en una dura batalla interna de la que el partido no lograría recuperarse en el tiempo que queda antes de las elecciones. Imaginar que sucederá algo distinto, que los ambiciosos políticos de primera línea y las varias facciones del partido marcharán tranquilamente a un rápido y armonioso consenso, dicen también, es una forma de pensamiento mágico.

Pero lo cierto es que las fisuras internas del partido demócrata ya están en evidencia, y se están ahondando. Es lo que se ha visto suceder toda la semana pasada. Lo que las ahonda es precisamente la candidatura de Biden, en la cual incluso sus propios partidarios ya no tienen confianza. Su continuidad es lo divisivo. Es Biden quien está generando debates cada vez más airados, desmotivando donantes y desmovilizando operadores, y —cosa más grave todavía— es él quien está haciendo imposible para el partido Demócrata comunicar lo que necesita comunicar si ha de ganar las elecciones.

Opciones de recambio

Hoy, la campaña Demócrata está empantanada en la ruta hacia su derrota. La avanzada edad del candidato, su fragilidad física y su posible deterioro cognitivo se han convertido en los temas casi excluyentes de la política estadounidense, de cara al gran público. Los Demócratas no pueden ganar esa discusión; tener que darla es ya haberla perdido, y el tiempo y la energía que dedican a ello ya nunca lo podrán dedicar a mover sus mejores fichas estratégicas y tácticas. No solo es que ahora estén a la defensiva; es que lo están en un terreno donde no tienen defensa posible, y deben dar una batalla para la cual no poseen armas.

La solución a este problema es una sola, y es clara: cambiar el tema de manera radical e inmediata. Y para ello, la única alternativa es cambiar al candidato, pues —justa o injustamente, correcta o incorrectamente— es él quien los empantana. Los riesgos son enormes, eso es indudable, pero no son mayores que los riesgos de continuar con Joe Biden a la cabeza de la plancha. Y las posibilidades que el recambio abriría no son desdeñables.

Entre hacer algo y no hacer nada, el partido Demócrata debe decidir cuál de las dos opciones es la menos riesgosa, y aferrarse a ella como un náufrago a su tabla.

Un cambio de candidato reenfocaría la atención del electorado, que en general presta poca a estos procesos, en los mensajes Demócratas. Despertaría la curiosidad y haría que se les escuche. Más aún, haría énfasis en el más central de esos mensajes, la necesidad de confrontar y derrotar a Donald Trump y su camarilla, algo tan urgente y perentorio que Joe Biden es capaz de sacrificar sus ambiciones personales para lograrlo. Que se tratara de una figura poco conocida por los votantes de los estados en disputa, o incluso de alguien con hasta ahora limitada aceptación y popularidad, sería en realidad un plus: hay suficiente tiempo como para revertir esas condiciones, pero no tanto como para que el público se canse de esa persona. De aquí a noviembre, esa candidatura seguiría siendo nueva.

Kamala Harris (foto: SAUL LOEB / AFP)

La figura más lógica para ese recambio es la actual vicepresidenta, Kamala Harris, quien ya está en la plancha y debe ser confirmada junto con Biden en la convención, y quien además tendría acceso legal inmediato a los fondos de campaña recolectados hasta ahora. Hay pros y contras, como sería el caso con cualquier otro personaje, pero además de lo señalado, a Harris en particular la recomienda su propio (y relativamente breve) historial en la política. Fue una fiscal general efectiva en California y, como senadora, demostró capacidad para la confrontación y el debate, al punto que no es difícil imaginarla desmontando con eficacia el prontuario de su rival en lo que resta de la campaña. Al mismo tiempo, su paso por la Casa Blanca le permitiría asumir los activos del actual gobierno, que en realidad no son pocos, sin necesariamente cargar con los pasivos asociados al nombre “Biden”.

Harris es una opción. Hay otros nombres en danza, y el riesgo que algunos señalan de ver a los Demócratas desangrarse en una lucha interna por la nominación es real y nada desdeñable. Pero, como anoté antes, el tema no es la existencia de riesgos, sino su escala: entre hacer algo y no hacer nada, el partido Demócrata debe decidir cuál de las dos opciones es la menos riesgosa, y aferrarse a ella como un náufrago a su tabla.

La decisión parece obvia, pero al menos hasta ahora, no está tomada. Biden y su círculo inmediato permanecen atrincherados en defensa de la continuidad, pero las presiones hacia el recambio han seguido aumentando, de manera cada vez más abierta y pública. Es muy poco probable que el statu quo de la campaña pueda mantenerse, pero no está claro que el partido tenga los recursos internos y la agilidad para manejar una transición de manera eficaz y ordenada. En todo caso, el tiempo corre en contra de los Demócratas, y se cuenta en días y horas. Hoy tienen una compleja pero valiosa oportunidad. Se les habrá escapado mañana.

(Foto de portada: Getty Images)