Leí este fin de semana en una columna publicada por el diario El Comercio que el problema de quienes defienden la idea de un impuesto especial a la riqueza que permita financiar la lucha contra la pandemia y proveer de recursos a la ciudadanía para su subsistencia, es que "no han entendido todavía" que el mercado es la manera más eficiente de distribuir recursos, que solo "en la búsqueda del propio bienestar se ocasiona —deliberadamente o no— el ajeno" y que la forma de lograr todo ello es "sobre la base del esfuerzo individual y la competencia".

Leer esa columna me ha dado un poco de pena (un poco, digo, no demasiada: no exageremos). Me ha entristecido la miseria intelectual de los ideólogos del neoliberalismo y sus voceros asalariados en los medios de prensa. Se les viene el edificio abajo y no tienen otro recurso que rememorar batallas ideológicas de hace más de tres décadas —que si la dictadura estalinista, que si la China de Mao, que si la Cortina de Hierro— y reiterar desangeladamente eslóganes ya decrépitos, desconectados por entero de la emergencia presente y de los hechos concretos. Desasidos de la realidad, no les queda nada más que el viejo gesto, y lo repiten con creciente desespero.

Porque, vamos. La única manera de apelar al esfuerzo individual y la competencia como rutas al bienestar en medio de una pandemia, mientras cientos de miles de personas están muriendo en el mundo entero y cientos de miles más morirán inevitablemente en las próximas semanas, muchas de ellas alrededor nuestro, es negándose a mirar y entender lo que está ocurriendo. La imagen que me viene a la mente es la de un niño que se tapa los oídos y los ojos, y corretea de un lado a otro diciendo "lalalá lalalá" mientras en torno suyo se consuma un incendio.

Lograr que la próxima pandemia no encuentre a la humanidad tan mal preparada, tan cerca del matadero, solo será posible bajo una lógica orientada al bien común y a través de un esfuerzo colectivo.

Lo que les sucede a estos ideólogos y voceros es que la realidad los ha desmentido de golpe, de un día para otro, y ya no tienen cómo disfrazar el vacío que sus palabras siempre llevaron dentro. Se han pasado décadas afirmando la superioridad de las soluciones de mercado y hoy no pueden ofrecer ninguna. Y no pueden hacerlo porque ninguna existe: las únicas acciones que funcionarán para paliar la pandemia y contener la difusión del virus serán las que tomemos todos juntos, no como individuos aislados sino como colectividad, solidariamente antes que solitariamente, pues nadie va a ganar esta batalla actuando por su cuenta.

Además, cualquier estrategia concebible para contrarrestar los catastróficos efectos de la crisis una vez que haya pasado, evitando un completo colapso de la economía y del orden social, requerirá de masiva intervención por parte del Estado y de un intenso despliegue de políticas redistributivas. 

Por último, lo mismo debe decirse sobre cualquier posibilidad de que la próxima pandemia no encuentre a la humanidad tan mal preparada, tan cerca del matadero: eso solo será posible bajo una lógica distinta a la lógica del mercado y la libre competencia entre agentes individuales. Solo será posible bajo una lógica orientada al bien común y a través de un esfuerzo colectivo.

No hace falta demasiado análisis para entenderlo. Basta un simple experimento mental. Imaginemos, por ejemplo, que se inventa una vacuna contra el Covid-19  y planteémonos esta pregunta: ¿cuál es la manera más eficiente de utilizar ese recurso? Para lograr los mejores resultados en la lucha contra la enfermedad, si entendemos como mejores aquellos resultados que contribuyan al bienestar del mayor número de personas, ¿debemos patentar la vacuna y utilizarla para valorizar el capital, llevándola al mercado a un precio acorde con la inmensa demanda y permitiendo que las ganancias se acumulen en manos privadas? ¿O debemos liberarla como bien común para su uso libre e igualitario, sin competencia entre los agentes, sin que cada quien busque únicamente su propio beneficio? 

Desde el inicio de la pandemia, la lógica del mercado no ha hecho otra cosa que amplificar el problema.

La respuesta es obvia: la primera opción es indudablemente más rentable; la segunda es la más eficiente . De hecho, en este caso, la relación es inversamente proporcional: mientras más se aleje de la rentabilidad nuestro uso de ese recurso, más eficiente será (para no hablar, por cierto, de las implicancias éticas y morales del asunto). Igual sucede con prácticamente todas las aristas del problema, observadas desde cualquier ángulo. En suma: los ideólogos del neoliberalismo han intentado —con bastante éxito— convencernos de que rentabilidad y eficiencia son la misma cosa.; hoy ya no pueden hacerlo, y su discurso se vuelve balbuceo. 

Pero la cosa es más grave todavía. No se trata únicamente de que en una situación hipotética la lógica del mercado no resulte ideal; desde el inicio de la pandemia, la lógica del mercado no ha hecho otra cosa que amplificar el problema. 

Una característica sorprendente, aguda y hasta el día de hoy irresoluble de esta crisis es la escasez de insumos médicos a todo nivel, en todas partes del mundo. No hay en existencia suficientes respiradores mecánicos. No hay suficientes reactivos para la enorme cantidad de pruebas de descarte que se requieren. No hay suficientes equipos de protección para el personal de primera línea. No hay suficientes guantes. No hay suficientes mandilones. No hay suficientes mascarillas. Y etcétera, etcétera, al punto que los trabajadores de salud se ven obligados protegerse improvisadamente cubriéndose con bolsas de basura.

 ¿Por qué ha sucedido esto? Porque producir excedentes no comercializables de aquellos insumos y almacenarlos para emergencias nunca ha sido rentable, y tener líneas de producción preparadas para virar a esos rubros en cuestión de horas, días, o incluso semanas, tampoco. Lo mismo si se habla de unidades de cuidados intensivos o de camas de hospital. Y no es un problema localizado o circunscrito a países pobres y economías improductivas. Es un problema global, agudo y trágico tanto en países como el nuestro como en las sociedades industrializadas y altamente productivas de Europa y los Estados Unidos.

Más aun, una consideración somera de lo que ha ocurrido hace imposible ignorar que la lógica del mercado es una de las causas del problema, además de un obstáculo para su solución. Por supuesto, la emergencia de un virus es un fenómeno natural, y lo son también los efectos que los virus causan en el cuerpo humano. Pero una pandemia es un fenómeno social: depende de las vías que el virus encuentre para desplazarse, infectar organismos y cumplir con su objetivo único, que es la reproducción. Esas vías las construimos nosotros con nuestros hábitos, estructuras y actividades.

La pandemia ha revelado algo que ocurre siempre en la economía capitalista, incluso en tiempos "normales": se condena a millones de individuos a sufrimientos y muertes que podrían evitarse si se distribuyeran los recursos con una lógica distinta.

El virus que causa el Covid-19 saltó por primera vez a un cuerpo humano literalmente en un mercado. Se expandió por primera vez en Wuhan, una ciudad menor de China central que ha crecido exponencialmente en tamaño y densidad en las últimas décadas como parte del sistema global de manufacturas, a consecuencia de la división global del trabajo. Viajó desde ahí a Europa, los Estados Unidos e Irán montado sobre la cadena de suministros del capitalismo globalizado y en los medios de transporte del turismo internacional (una de las industrias que más se ha expandido desde la crisis financiera de 2008). En suma: sin las estructuras, instituciones y dinámicas de la globalización neoliberal, el destino de este coronavirus hubiera sido distinto (como lo hubiera sido en 1918 el destino del virus de la influenza sin los puentes intercontinentales tendidos por el colonialismo europeo y sin las masivas movilizaciones de tropas de la Primera Guerra Mundial). 

Así, pues, volver a la normalidad de la lógica del mercado neoliberal, a sabiendas de que la emergencia y mutación de agentes virales es inevitable por naturaleza, es una misión suicida, y hoy es imposible ignorarlo. Pero incluso más allá de eso, la idea de que una vez superado este "período especial", las cosas deban retornar a su cauce previo con alguna modificación menor pero necesaria es discutible, y debe ser discutida. 

Lo que la crisis presente ha hecho es revelar algo que subyace siempre, incluso en tiempo "normales", a la economía capitalista y a las ideologías que orbitan en torno a ella. En aras del crecimiento y la supuesta eficiencia (definida como rentabilidad, acumulación y valorización del capital), la economía condena a millones de individuos a sufrimientos y muertes que podrían evitarse si se distribuyeran los recursos bajo una lógica distinta; en aras de sus altas abstracciones, los ideólogos y voceros del neoliberalismo están dispuestos a toda clase de malabares retóricos e intelectuales para justificar esa condena. De hecho, las formas más descarnadas y brutales de esa violencia están ya tan normalizadas que muchas versiones de esa ideología ni siquiera sienten la necesidad de justificarlas. Simplemente las aceptan, y ya.

Hoy se vuelve obvio que encontrar la solución a los problemas más severos a los que nos enfrentamos requiere por necesidad de acciones colectivas.

Al privilegiar la valorización del capital sobre el cuidado de las personas —de todas las personas— y al postular al individuo como único agente económico y ético, como único sujeto de libertad, se hacen muy difíciles las acciones colectivas. Hoy, sin embargo, se vuelve obvio que encontrar la solución a los problemas más severos a los que nos enfrentamos, aquellos que plantean un riesgo sistémico para nuestras sociedades o incluso un riesgo existencial para nuestra especie, requiere por necesidad de tales acciones; la pregunta inescapable es qué debe cambiar en nuestra forma de hacer las cosas para que podamos llevarlas a cabo. 

La pregunta de fondo que la pandemia plantea no es cómo haremos para tener nuevamente una economía una vez que salgamos de la crisis, sino para qué queremos tenerla, cuál es su objetivo y su fin, cuál su utilidad en el sentido más amplio del término, mucho más allá de la ganancia y la renta. Y la verdad es que mandar a la gente a leer una vez más a Adam Smith es una muy pobre respuesta.

Foto de portada © Luisenrrique Becerra | Noticias SER

Columna publicada originalmente en Noticias SER


Más sobre el tema:

Capital y bien común: dos lecciones de la pandemia

Estamos juntos en esto