Hay dos lecciones de fondo que me gustaría que aprendiéramos durante esta pandemia. Lo digo sin mayor esperanza: no creo que las aprendamos, pero me gustaría que sí.

La primera es bastante obvia y no soy el primero en observarla, pero valdrá la pena la repetición. Tiene que ver con los trabajos que hoy designamos como "esenciales", ya sea por consenso en la sociedad o por decreto oficial. En una crisis global prolongada, muchas actividades y ocupaciones que normalmente no describimos de esa forma han sido incluidas en la categoría. Junto a las trabajadoras y los trabajadores evidentemente necesarios, como el personal de salud, los proveedores de servicios básicos o los productores agrícolas, han resultado esenciales el almacenero de un supermercado, la dependienta de una farmacia, la supervisora de un centro de acopio, y muchos más. Es decir, personas cuya actividad laboral se considera de escaso valor en tiempos "normales" y a quienes se remunera de forma acorde.

Estas trabajadoras y trabajadores han estado en primera línea de exposición al contagio y se han arriesgado a diario con poquísima protección y escasos recursos; si no lo hubieran hecho, la crisis sería aún mucho más difícil de manejar para los demás, e incluso podría haber desbordado muy rápidamente nuestra capacidad colectiva de resistencia. Son esenciales no como resultado transitorio de la pandemia sino de forma intrínseca e inherente. Dependemos de ellos siempre. La pandemia ilumina y esclarece el valor de sus trabajos, pero ese valor está ya presente en el funcionamiento "normal" de nuestras sociedades, aunque no lo veamos. De hecho, impedirnos verlo es una función fundante de aquella normalidad hoy interrumpida, y se emplea considerable esfuerzo ideológico para inducir esa ceguera y mantenerla en el tiempo.

En última instancia, la lógica del bien común y la lógica del capital pulsan en sentidos opuestos e irreconciliables.

La primera lección, entonces, es esta: el valor social y el valor de mercado de los trabajos que hacemos no están necesariamente en armonía; pueden estar en conflicto, y de hecho lo están para trabajadores esenciales como los mencionados líneas arriba, que se cuentan entre los más precarios y peor pagados en todas las sociedades. Ese conflicto, a su vez, expresa el divorcio entre la lógica del bien común y la del capital, las cuales en última instancia pulsan en sentidos opuestos e irreconciliables.

Un momento de crisis como el que vive el sistema global en estos días puede echar luz sobre verdades profundas que normalmente permanecen ocultas. Esta es una de tales verdades: la lógica del capital, su tan mentada racionalidad, su "genio" para la distribución eficiente de recursos mediante mercados que expresen el valor real de las cosas a través de su precio, es fundamentalmente circular. El valor que expresa es un valor para el capital, predefinido por el mismo proceso, no un valor para la sociedad. 

No es en vano que en tiempos "normales" se insista tanto, y en tantos vocabularios, en convencernos de que ambos valores son el mismo. No lo son, y hoy es imposible no verlo. Si lo fueran, el trabajo de la cajera de la cadena de farmacias tendría un precio mucho mayor, que el de su gerente de mercadotecnia. El trabajo de la primera es esencial para la salud de todos; el del segundo lo es, si acaso, para la salud de las hojas de cálculo de la empresa.

La segunda lección se relaciona también con la distribución de recursos y lo que este momento de crisis revela sobre ella. Para ponerlo de manera simple y directa, aunque un poco gruesa: el factor clave para la solución del problema que confrontamos, o al menos su atenuación, no es el capital, su lógica o sus instituciones. El factor clave es aquello que Marx llamó, en un breve, famoso y controvertido pasaje de los Grundrisse, el "intelecto general": la suma de saberes, técnicas y tecnologías que ha producido o puede producir la sociedad en su conjunto, y que en su nivel más profundo existen como un repositorio colectivo. Hoy, este repositorio incluye la ciencia médica y sus tecnologías asociadas, así como los saberes e instrumentos vinculados a la epidemiología, el análisis estadístico, la gestión pública, la ciencia de la información, incluso la antropología, la psicología social y las técnicas de la comunicación, todos ellos elementos activos y prioritarios en una respuesta efectiva a la pandemia.

Privilegiar el cuidado de las personas demanda que reconozcamos el bien común como horizonte para nuestras prácticas y actividades, separándolas de la lógica de la apropiación privada y la generación de renta.

Más aun, este intelecto general será un factor clave en la medida en que pueda ser gobernado por la lógica del bien común y desplegado principalmente desde ella, no por y desde la lógica del capital, como ocurre en circunstancias "normales". Esto no quiere decir, por supuesto, que el capital no sea un requisito necesario en el proceso. Obviamente lo es, sobre todo en forma de dinero. Pero los capitales no se orientarán por sí mismos hacia la confrontación de la crisis de salud pública, pues esa no es, ni puede ser, su prioridad. Se orientarán a confrontar y resolver la crisis económica y financiera, navegándola en busca de nuevos mecanismos de valorización, y tendrán la salud pública (un costo medido en vidas humanas) como una consideración meramente subsidiaria. Solo invirtiendo esa lógica, haciendo subsidiarios los intereses del capital y primarios los de la salud pública, confrontaremos la pandemia como pandemia y no principalmente como una crisis económica o financiera.

Así, pues, esta es la segunda lección que me gustaría ver aprendida cuando la pandemia pase: privilegiar el cuidado de las personas demanda un ethos distinto al ethos capitalista. Demanda reconocer el bien común como horizonte para nuestras prácticas y actividades, separar en última instancia nuestros saberes y tecnologías de la lógica de la apropiación privada y la generación de renta, y poner del revés las jerarquías que "normalmente" han determinado para nosotros la noción de valor.

Lo que está ocurriendo ahora nos permite verlo claro, pero así es siempre.


Foto de portada © Luisenrrique Becerra | Noticias SER

Columna publicada originalmente en Noticias SER


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